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Madres con ruedas es, entre otras cosas esenciales, una carta de amor. Lo dice Piazza, reflexionando, hacia el final del documental, que éste es “la carta de amor que nunca le escribí” (a su mujer, Mónica). Mónica, co-directora del documental, es el personaje principal de este “documental personal”, en el que ella, por sí misma, por su temperamento y valores, encarna un modelo de ser humano fuerte y ejemplar, pese a las terribles circunstancias de su vida. Mónica, hacia el final, concluye sobre la maternidad: “Primero, poder hacer algo como un ser humano, es increíble. Por otro lado, en mi caso, yo lo veo hacer algo que hacen las otras mujeres. O casi todas las otras mujeres. Formar parte del grupo humano”. Madres con ruedas, desde su punto de vista, es la constancia de ese sentimiento y esa convicción. A los seis años, en 1957, Mónica fue víctima de la poliomielitis, que le privó de movimientos y finalmente la sentó en una silla de ruedas. Cuando adulta, su admirable carácter, su indeclinable activismo en beneficio de otras víctimas de la enfermedad, la condujeron a intentar un proyecto audiovisual, que si bien entonces no se concluyó (fue el “origen” de este documental), le permitió conocer a Mario Piazza, con quien años más tarde se casó. El documental está narrado por ambos, en diferentes momentos. Son sus dos voces complementario (después compartidas con las de otras cinco mujeres) las que dejan registradas sus experiencias de pareja y de comunión de vida, siempre en la línea de dos seres generosos que no se vieron como centros del universo, sino como seres humanos comunes con comunes deseos de tener hijos. El caso de Mónica se hizo cada vez más improbable, cuando perdió los dos primeros embarazos, pero finalmente dio a luz a su única hija, María Victoria. El documental “personal” abre su abanico para integrar en él las historias de Noemí, Eleonora, María Angélica, Mónica B y Viviana, otras mujeres físicamente discapacitadas —todas habitantes de Rosario— decididas a tener hijos, a ser “madres con ruedas”, aunque también fueron madres solteras. Esta segunda fue la diferencia con la pareja de Mónica y Mario. De ahí el reconocimiento sobrio y sentido que Mónica le hace a su compañero cuando le señala: “Ver que vos te fijabas en mí, que alguien, una persona —que en este caso eras vos— se fijaba en mí, y quería que yo estuviera bien… Yo siempre sentí algo, con respecto a la naturaleza, que es la tibieza de tus manos. Y eso… ayuda mucho”. Lo extraordinario de este documental es que, bordeando en todo momento el sentimentalismo, debido al tema, no cae jamás en él. No sentimentalismo, pero sí legítima emocionalidad. Las de las madres cuando nacen sus hijos, cuando los cuidan y los ven crecer. En cada uno de las cinco historias ajenas a Mónica y Mario, existe el tema de la identidad a través de la maternidad. No como el “mito” femenino de que para ser mujer es preciso ser madre, sino la necesidad impulsiva (pulsión más que instinto) de que para reconquistar la identidad, el individuo discapacitado debe trocar su soledad por la compañía de un hijo, una hija, que los amarán siempre, y que (lo dicen, también ante la cámara) nunca sintieron diferencia entre esa madre y las de los otros. Por difícil de creer, esto está magníficamente testimoniado por los hijos sanos y saludables que hablan de sus madres con veneración. En especial hay una secuencia particular en que Piazza filma e interroga a su hija María Victoria, ya una adolescente, sobre sus sentimientos de niña. El documental tiene varios momentos valiosísimos como el que acabo de referir. Otro aspecto notable surgió por un simple accidente: dejaron de filmar la historia de las Madres con ruedas durante catorce años, antes de reiniciarlo. Como en los documentales de Michael Apted, quien persigue al mismo grupo de personas cada siete años, Madres con ruedas volvió a concitar la presencia de aquellas madres y sus hijos, aunque eso no fue premeditado. Recoger los hilos de las cinco historias una década y media después, le da al documental una densidad histórica que justifica, como experiencia vital, aquellas pulsiones originarias de la maternidad. Sorprende y deleita volver a ver a las cinco madres, y a sus hijos ya adolescentes, con sus breves relatos de cómo la vida cotidiana y ocupacional (una de ellas es médico) continuó sin variantes. Esa recuperación final, así como todo el documental, es de algún modo una “revancha y, al igual que tener un hijo, es una modesta victoria sobre la muerte” (Piazza). El documental rezuma vida, calidez, deseo de estar en el mundo. La secuencia en que Mónica, munida de su cámara digital, hace su recorrido cotidiano por las almacenes y tiendas, alertando a los dueños y dependientes que está filmándolos, es una de las más hermosas. Muestra cómo Mónica vence con dignidad sus limitaciones. Y cómo los vendedores la aceptan como una vecina más. Madres con ruedas se exhibió muchas veces y recibió premios en festivales nacionales e internacionales, desde 2006. Cinco años después, el 10 de julio de 2011, Mónica Chirife falleció, a los sesenta años, pero gracias a la magia del cine, no se ha ido. Jorge Ruffinelli |